Trump y el fracaso de la decencia
El presidente Trump, en Washington. C. MCNAUGHTON REUTERS.
El presidente de EE UU engaña y distorsiona con un cálculo político tan descarnado como eficaz
Y para el colmo, la popularidad de Donald Trump está subiendo. Con eso no contaban los muchos que, apelando al sentido común, daban por sentado que el tiempo inevitablemente le pasaría factura a las torpezas, las mentiras evidentes y las bravuconerías infantiles.
Según las encuestas del Wall Street Journal los niveles de aprobación de Trump subieron tres puntos en los últimos días alcanzando un 47%, el más alto desde que llegó a la Casa Blanca. Lo que sorprende no es la cifra, todavía por debajo de la popularidad de sus antecesores, sino el hecho de que esté creciendo. Y más irritante aún, saber que su aceptación crece no a pesar de sus exabruptos infames, sus abusos despiadados o la ignorancia supina en tantos campos, sino gracias a ellos.
No es que los políticos de antes fueran necesariamente mejores (o no muchos de ellos). Pero al menos se sentían obligados a fingir que en el fondo eran hombres y mujeres relativamente decentes. Hoy parecería que la decencia es un atributo prescindible, un estorbo incluso. A Donald Trump no le interesa ser relacionado con el decoro, la dignidad, la solidaridad o la prudencia. A él solo le importa ser identificado con el éxito. Y no cualquier éxito; sino el triunfo arrebatador, el que doblega, aquel que confirma la superioridad del vencedor.
El rechazo a las “hordas” del sur le ofrece a Trump un inesperado respaldo a su dura política antimigratoria
El triunfo no requiere de asideros legitimadores o de una justificación moral. Para el presidente estadounidense el triunfo se defiende por sí mismo, por el mero resultado, sin importar las condiciones, las mentiras o las infamias desplegadas para conseguirlo. Su consejo ante cualquier acusación de abuso sexual lo ilustra cabalmente: “niégalo, niégalo, niégalo y machaca de insultos a la acusadora”. Una estrategia que no tiene ningún problema en atribuirse a pesar de su desfachatez y crueldad, porque entiende que es un argumento ganador. Y al final eso es lo que importa, mostrar que puede salirse con la suya.
Y como no hay un verdadero canalla sin suerte, Trump está mostrando que es un canalla de orden mundial. La caravana de hondureños que cruza México en dirección a la frontera de Estados Unidos le ha dado la mejor de las coartadas para enardecer los miedos y prejuicios del votante medio, justo días antes de las elecciones del Congreso, que son vistas como un plebiscito sobre su presidencia. Los republicanos podrían perder el control de la Cámara Baja, un verdadero batacazo para la administración del neoyorkino.
El rechazo a las “hordas” del sur le ofrece a Trump un inesperado respaldo a su dura política antimigratoria, un tema muy sensible para su electorado. El timinges tan apropiado que algunos, incluso, juegan con la posibilidad de que haya sido inducido desde la Casa Blanca. No es imposible, pero me parece que la caravana es una estrategia de defensa comprensible y necesaria de parte de los centroamericanos para evitar los salvajes abusos de los que son víctima en su paso por territorio mexicano. En cierta manera, podríamos decir que se habían tardado.
Inducida o espontánea, lo cierto es que Trump ha hecho todo para explotarla al máximo y convertirla en un factor a su favor. En los últimos días ha divulgado tuits en los que advierte que podrían venir terroristas del Islam infiltrados, que en sus filas pululan miembros de las terribles bandas tipo Mara Salvatrucha; ha exagerado las cifras para vender la imagen de una invasión de desarrapados e indeseables que habrán de agolparse contra la frontera y de los miles que podrían seguirlos. Y, creado el problema, ha ofrecido una solución implacable: cerrar la frontera y blindarla con el ejército. En suma, ha enardecido los miedos del votante medio para luego ofrecer una respuesta extrema y decidida.
Muchos de los dislates de Trump pueden ser atribuidos a su ignorancia y a sus prejuicios. No en esta ocasión. Engaña y distorsiona con un cálculo político tan descarnado como eficaz. Y por desgracia sí, será eficaz.
La tragedia en última instancia no es que la decencia haya dejado de ser un atributo que deba ser proyectado por los políticos, fingido o real. La tragedia es que a los ciudadanos tampoco parece ya importarles.