El valor de la soberbia (¿o la negación?)
‘Tres del cuarteto de aspirantes a la silla presidencial mexicana terminarán como personajes de reparto’
José Antonio Meade está convencido de que será el próximo presidente de México. Ricardo Anaya también. Andrés Manuel López Obrador, líder en las encuestas, está seguro de que en diciembre despachará en Palacio Nacional. Margarita Zavala, ex primera dama, cree que regresará a Los Pinos, pero ahora para regentear el changarro. Tres de estos cuatro están equivocados, obviamente, pero es tal la vehemencia de los argumentos de cada cual, el brillo de sus pupilas cuando hablan del futuro, el fervor de sus círculos inmediatos que uno podría suponer que hay cuatro tronos aguardando detrás de la boleta electoral.
¿Qué llevó a creer a Margarita Zavala, esposa de Felipe Calderón, que podría ganar las elecciones por sí misma y sin partido, cuando su marido apenas obtuvo el 36% de los votos 12 años antes, entre sospechas de fraude electoral y pese a contar con el apoyo de la maquinaria del Estado? En algún lugar de su mente, supongo, ella asumió que las muchedumbres saldrían a su paso ante el simple anuncio de su candidatura.
La misma substancia que circula por las venas de Meade, el candidato priista, quien ha terminado por interpretar los reportes de prensa que recibe de sus allegados y los vítores de las multitudes acarreadas como heraldos que anuncian su victoria. No importa que su candidatura no despegue salvo en sus propias encuestas, que los escándalos de corrupción mantengan al partido que representa y a su presidente en los niveles de reprobación más altos en la historia o que la prensa extranjera prácticamente lo dé por muerto. Su convicción es genuina: el primero de diciembre estará enfundado en la banda presidencial.
Lo entrevisté hace unos días (para el portal Sinembargo.mx) y me sorprendió la confianza categórica y absoluta de sus certezas. Lo más sorprendente es que todos cuantos le rodeaban no solo estaban convencidos de lo mismo; lo envolvían con la admiración y la reverencia propias de la experiencia religiosa que uno podría encontrar en las iglesias (o bueno, al menos en la de Enrique Peña Nieto).
Paradójicamente el cuarto de guerra de Ricardo Anaya profesa la misma devoción por su mesías. El candidato del Frente (cuyo principal soporte es el PAN, el partido conservador en México) finca su confianza en el ímpetu que le otorgan sus 39 años y en el hecho de que a principios de sexenio era un perfecto desconocido. Hoy enfrenta un rezago de 12 o 13 puntos con respecto al candidato de la izquierda, pero él actúa como si llevase 12 puntos de ventaja. Sus apariciones públicas son una fiel imitación de las que hacía Steve Jobs, de Apple, no solo por el estilo TED Talks de la puesta en escena sino también por el desdén triunfante con el que mira a sus adversarios.
Y si hablamos de fervor de culto, no hace falta describir la pasión exaltada que reina en los meandros de Morena, sabiéndose punteros en las encuestas. Un cuarto de guerra en el que todos comienzan a saludarse con un «hola, señor secretario», «qué tal, señora subsecretaria».
Supongo que las grandes aspiraciones políticas no se consiguen sin una dosis considerable de ambición. Cualquiera que se sienta con los méritos suficientes para aspirar a dirigir los destinos de todos sus conciudadanos requiere de un ego de proporciones épicas.
Hay sin duda una cuota de soberbia que resulta indispensable para blindarse frente a los contratiempos y las muchas probabilidades adversas. Pero también requiere una buena capa de autoengaño. «Nunca subestimes la importancia de la negación», afirmó Kevin Spacey en American Beauty para explicar la supervivencia de un hogar disfuncional. Dejar de ver el elefante en la habitación, negarse a aceptar los datos que la incómoda realidad se empecina en enviarnos.
Sin esa soberbia teñida de auto negación ni Hernán Cortés, ni Fidel Castro cuatro siglos después, se habrían subido a un barquito para intentar una misión a todas luces descabellada. Aunque también es obvio que tras el intento de cada Cortés y cada Fidel existen docenas o cientos de experiencias frustradas en las que la realidad cobra factura. En cada elección presidencial hay dos o tres derrotados que juraban estar destinados al triunfo.
Tres de este cuarteto de suspirantes por la silla presidencial terminarán como personajes de reparto de esta historia. Los cuatro están convencidos que los otros no son más que animadores de su conquista histórica. Y tienen razón. Pero sólo uno ellos. ¿Cuál?