Náufrago en la tempestad

Nada peor para un náufrago que perder el rumbo en

medio de aguas tempestuosas, sin haber aprendido a

navegar. Hace meses que un grumete, hoy en apuros,

desoyó el consejo de un viejo lobo de mar: ignorancia

 y soberbia son indeseables para las travesías largas,

y suelen ser las causas principales de los naufragios.

 Son lastres fantasmales a bordo, irremediablemente

catastróficos, para capitanes arrogantes y temerarios.

Luis Gutiérrez R.

 La investigación judicial es inequívoca: el cobarde asesinato de Abel Murrieta Gutiérrez el jueves 13 de este mes, en Cajeme, Sonora, fue premeditado y directo. Peor aún: voces del morenismo aceptan que pudo ser crimen político.

Es imprescindible ahora saber quién o quiénes ordenaron la perversa ejecución del que fuera candidato de Movimiento Ciudadano a la alcaldía de ese municipio sonorense; quién o quiénes lo ejecutaron y por qué.

Es imprescindible porque los mexicanos tenemos dos años y medio metidos en un pantano de violencia y muerte, de inseguridad y pobreza, de parálisis económica, de falta de rumbo, muy lejos de lo que fue, en los comicios presidenciales de 2018, el anzuelo perverso para 30 millones de electores, ávidos de tranquilidad y bienestar, por lo menos.

A ellos, y a millones de mexicanos más, les han robado la paz. Ese monumento a la demagogia y al populismo, llamado “Instituto para devolver al pueblo lo robado”, es ya mudo testigo de la palabra traicionada. La liberación de el Chapito es y será siempre un testimonio vergonzante del abuso del poder.

Me gustaría escribir ahora que, “más allá del asesinato de Abel Murrieta Gutiérrez en Cajeme…”, etcétera. Pero no puedo. Por supuesto, no dudo de la existencia de manos limpias en la lucha contra la impunidad y el abuso, pero me topo con casos como el del estado de Veracruz, parte de cuyo territorio ha sido conquistado por criminales impunes, con un gobernador que se pavonea en su pasmosa ineptitud.

Las bandas de delincuentes siguen operando con sorprendente impunidad en amplias regiones de la república. Impunidad, hay que decirlo, que ya ha sido señalada en México y en el extranjero. Una mano misteriosa y poderosa, parece tender su manto protector sobre el crimen.

Hace unos días, me sorprendió escuchar desde el palacio nacional, de labios del secretario de Marina, el almirante José Rafael Ojeda Durán, acres censuras a la actuación de algunos jueces (está visto y probado que no se trata de todos los juzgadores, por fortuna); el ministro presidente de la SCJN, Arturo Zaldívar, reviró que la función de los juzgadores es garantizar y defender la Constitución mexicana y su autonomía es pilar fundamental de una nación democrática.

El caso es que asistimos, a menos de dos semanas de las publicitadas “elecciones históricas más grandes de la historia de México”, a una confrontación inducida a todas luces desde el palacio nacional, mediante la persistente e ilegal intervención del presidente de la república en los otros dos Poderes de la Unión: el Legislativo y el Judicial.

Lo que urge es castigar ejemplarmente los delitos. El presidente López Obrador lleva dos años amagando, amenazando sin castigar. En varios casos ha dado salida “económica” a conductas delictuosas, causantes de graves daños al patrimonio de la nación. El caso de Odebrecht es un ejemplo a la mano.

Si ello no bastara, sería suficiente elaborar una lista con las muy ruidosas denuncias mediáticas hechas por nuestro jefe de Estado desde su residencia en el palacio nacional, de todos los latrocinios cometidos por al menos cinco antecesores en el gran poder: Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León, Felipe Calderón Hinojosa, Vicente Fox y Enrique Peña Nieto.

¿Ha sido consecuente López Obrador con su obligación constitucional? A la luz de los delitos y de las culpabilidades que él se ha encargado de publicitar escandalosamente, ¿ha emprendido una acción justiciera, legal, enérgica, de desagravio al pueblo que dice representar y en contra de los presuntos culpables?

Las bandas criminales; los asesinatos candidatos; la inseguridad en que vivimos los mexicanos; la pasmosa (y penosa) indefensión de nuestras fuerzas armadas contra la complacencia e ineptitud de los mandos civiles; los feminicidios encubiertos por una burocracia dizque feminista pero acobardada; las bravatas  sistemáticas contra la libertad de expresión; la intimidación descarada del poder presidencial contra el Instituto Nacional Electoral, la autoridad soberana que le reconoció el triunfo democrático a López Obrador en las elecciones de 2018…

La sociedad está harta de que la justicia esté convertida hoy en moneda de cambio por impunidad (como si nadie lo advirtiera). Miles de millones de pesos han ido a parar a oscuros rincones del poder público, sin auditoría rigurosa y rendición de cuentas. Por eso el asesinato de Abel Murrieta en Cajeme, y de miles más en el país, no debe quedar impune; por eso las 350 mil víctimas de la indolencia oficial por el Covid, son crímenes de lesa humanidad. Por eso la ira brotó en el Metro.

Este naufragio es una suma de ineptitud, soberbia, perversión, rencores, incultura e incapacidad para gobernar. Es inadmisible trasladar la culpa personal a 125 millones de víctimas. Sin rumbo, a la deriva y en aguas tempestuosas… Cuidado.

¡Y no descartemos la teoría de la conspiración!

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