Entre acuerdos palaciegos

En los planteles académicos de educación superior, que imparten la carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública, los egresados suelen ser capacitados para descifrar y analizar la realidad política del país, y estudiar sus elementos teóricos e históricos para ponerla en práctica en la sociedad, en beneficio de la sociedad.

En México y en muchos otros países de niveles académicos similares, ello implica aprender y comprender cómo operan las instituciones públicas de todos los estratos. Pero también, sobre todo, conocer y respetar el marco constitucional que las rige, de modo que la única vía para modificarlas, incluso cambiarlas o suprimirlas, sea el camino de la ley.

Este es un principio básico de la gobernanza: todas las personas, instituciones, entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, deben respetar y cumplir con leyes que se promulgan públicamente, independientemente de que sean compatibles normas y principios internacionales de derechos humanos.

En el caso de las instituciones políticas que se rigen por dichos principios, deben garantizar en su ejercicio la primacía e igualdad ante la ley, la separación de poderes, la participación social en la adopción de decisiones, la legalidad, la no arbitrariedad, la transparencia y el debido proceso legal.

Textos académicos alusivos, señalan que un Estado de derecho incluye: 1) la estructura formal de un sistema jurídico y la garantía de libertades fundamentales mediante leyes generales aplicadas por jueces independientes (división de poderes); 2) libertad de competencia en el mercado, garantizada por un sistema jurídico; 3) división de poderes políticos en la estructura del Estado; y 4) la integración de los diversos sectores sociales y económicos en la estructura jurídica.

En México, nuestra Constitución define que las leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella y todos los tratados incluidos, que se celebren por el presidente de la República, con la debida aprobación del Senado, constituyen en conjunto la Ley Suprema de toda la Unión. Para su modificación se requiere el voto de las dos terceras partes del Congreso de la Unión y que ésta sea aprobada por la mayoría de las legislaturas de los Estados y de la Ciudad de México.

Dicho todo lo cual, ¿cómo llamar al pretendido “acuerdo” presidencial, emitido y signado por Andrés Manuel López Obrador, publicado nada menos que en el Diario Oficial de la Federación? Es importante repetirlo y precisarlo: su impulsor fue nada menos que el inquilino principal del palacio nacional.

Con su “acuerdo”, AMLO declaró reservado o confidencial (secreto, pues), todo lo referente a proyectos como el Tren Maya, el aeropuerto de Santa Lucía, la refinería de Dos Bocas, los secretísimos contratos para comprar libremente vacunas sin rendir cuentas a nadie, la fantasmal rifa del avión presidencial recibido del ex presidente Enrique Peña Nieto, el costo real que está teniendo la apresurada construcción de cuarteles para la guardia civil, la inexplicable y sorpresiva liberación de Ovidio Guzmán López, hijo de El Chapo Guzmán en Culiacán, en octubre de 2019, y más etcéteras.

Sobre advertencia no hay engaño, dice el refrán. con ese dicho sus defensores invocan el hecho de que, desde el 5 de enero último, López Obrador dijo que “a lo mejor” presentaría una iniciativa de ley, para “quitar las reservas” de información que permite la ley de transparencia a las autoridades, en ciertos casos.

Hemos dicho y repetimos una frase que resume décadas de experiencia en el sistema político mexicano: “En política, lo que parece es”. ¿Qué es lo que sugiere entonces “el acuerdo” (¿con quién, con quiénes?).

Es de suponerse, porque la única explicación presidencial fue que el propósito es abreviar trámites y porque sobran los ejemplos sobre el particular, que tal vez pretende reafirmar el autoritarismo del poder a secas, por encima de la pluralidad y de la ley, así como de la vida republicana y democrática de nuestra sociedad. Resume su mandato con el recordado anatema: “Al diablo las instituciones”. Las mañas van por delante de la educación, la ciencia y la cultura.

Estorban la Constitución General de la República, las leyes, las normas. Preocupan la subordinación a ciegas y el silencio cómplice de sus subordinados, dispuesto a la obediencia por encima de cualquier actitud ética respecto de la sociedad agraviada.

Pero se advierte algo más grave en la intención presidencial: dar por sentado que está al frente de una nación cuya mayoría ciudadana permanece en inalterable rezago cultural y educativo, a merced de los caprichos del poder público.

El autoritarismo y la ignorancia tocan a las puertas de la nación. Sus fieles custodios son la ambición personal y el oportunismo cómplice y corrupto…

También la delincuencia y el crimen. En varios estados de la república se enseñorean y mandan delincuentes organizados… lejos, muy lejos de los amistosos “acuerdos” palaciegos.

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