Revolución frustrada
Todos saben que la Revolución Mexicana cumple este mes 108 años de edad y 101 su fruto principal: la vida institucional plasmada en la Constitución de 1917. Lo que muchos compatriotas se preguntan ahora es si ya concluyó, si se estancó, se frustró o se debate semi desahuciada, víctima del régimen que devoró sus entrañas.
Vamos a bandazos, a la deriva casi, en el mundo global del siglo XXI. Atentos al aplauso del vecino, sin idea clara de lo que es la soberanía nacional, sin proyecto nacional de desarrollo (difuso, en el mejor de los casos) y sin una clara visión de Estado.
Se invoca a Benito Juárez, pero se soslaya su apotegma: el respeto al derecho ajeno es la paz; se rinde pleitesía a Francisco I. Madero, pero se incurre en el error que lo llevó a la muerte: perdonó a los traidores; solamente el presidente Lázaro Cárdenas del Río satisfizo a medias, con el reparto agrario, el sueño de Emiliano Zapata: la tierra es de quien la trabaja, pero nadie prosiguió la obra: los campesinos siguen siendo usados como carne de cañón (machetes en mano) para fines políticos. Continúan hundidos en la miseria, cuando no son obligados (literalmente) al destierro voluntario.
En los hechos, por voluntad de Plutarco Elías Calles, la Revolución Mexicana fue puesta bajo custodia de un grupo político hegemónico, que al paso de los años se desfiguró: ni fue partido, no logró ser revolucionario ni institucional. Todo sirvió para que una élite gobernara y se transmitiera el poder cada sexenio hasta dejar exhaustas las ubres de la nación en el hartazgo la paciencia de la sociedad.
La Revolución Mexicana se convirtió en ley suprema y en proyecto social nacional en el Congreso Constituyente de Querétaro. En ella y por sus ideales murieron 3 millones y medio de mexicanos. ¿Qué quería la mayoría? ¿Qué anhelaba? En los primeros impulsos, poner freno al autoritarismo dictatorial, reinstaurar la democracia, acabar con los abusos de hacendados con sus tiendas de raya, recuperar tierras (sobre todo) para la gente del campo, abatir la desigualdad, restaurar el imperio de las leyes y de la justicia…
Incluso durante buena parte del siglo XX la Revolución Mexicana determinó el rumbo del país no sin tropiezos y sobresaltos: sangrientas luchas de facciones por la conquista del poder causaron confusión y caos, traiciones, rebeliones, asesinatos y hasta fanatismos que provocaron peligrosas grietas en la sociedad: la llamada Guerra Cristera o Cristiada significó la muerte de 250 mil mexicanos en tres años: de 1926 a 1929.
Se invoca y se convoca a la unidad nacional. ¿En torno a qué? O mejor: ¿cómo? ¿Cuál sería el eje de la rueda? La desigualdad social y económica prevalecientes son un muro interior para alcanzar la unidad nacional.
Por el contrario, el bloque social muestra fisuras. Grietas que se han ampliado durante décadas, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX cuando el entusiasmo revolucionario fue golpeado en Tlatelolco, París y Praga, en 1968, y años recientes en Cuba y Nicaragua.
La brecha entre pobreza y riqueza se amplía. Diez por ciento de las familias mexicanas acumula dos terceras partes de la riqueza nacional, y el 1% de esas familias tiene en su haber más de un tercio de la riqueza mexicana, según informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
El país está urgido de políticas públicas que logren atemperar esa desigualdad, que propicia desunión. Refundemos la Revolución Mexicana con una nueva Constitución, si es preciso, que acerque cultural, social y económicamente los extremos de nuestra sociedad. Pero alejémonos de discursos incendiarios cuando la yesca social parece estar en espera de un chispazo.
La pluralidad de los mexicanos es también, hoy por hoy, reflejo de disparidad que mantiene rencores a flor de piel. Dice un refrán popular: No enciendan fuegos que luego no sepan apagar.