Pagar, pegar; la extraña tasación del insulto
Tomada de El Debate
Quejicoso ante la crítica, el Señor Presidente se adjudica la muy discutible condición de ser el más insultado entre los gobernantes nacionales por lo menos en un siglo y en extrañísima cabriola les dice a quienes comercian con el insulto (o sean todos sus críticos): peguen pero compartan, entonces tendrán “licencia para seguirme atacando”.
Quizá en esa expresión del Señor Presidente, expresado en su discurso del aniversario victorioso, no valgan los apodos de injuria vil o la babosa fama de Pascual Ortiz Rubio o aquellos con los cuales un sector nacional catalogaba a Lázaro Cárdenas (El trompudo”, etc), ni le hagan eco en la memoria los calificativos titiriteros contra Manuel Ávila Camacho por el poder excesivo de su hermano o la fama perdurable de Miguel Alemán y su estatua dos veces dinamitada en la Ciudad Universitaria, su símbolo y su legado, ni la hilarante y falsa senectud de don Adolfo o los viajes (y las viejas) de “López Paseos”, por no hablar de la enciclopedia contra Gustavo Díaz Ordaz y la foto “equivocada” de los mandriles en Chapultepec o la parranda descalificadora contra Luis Echeverría y sus populismo.
Eso para no meternos en los casos familiares de cada uno de ellos. Mejor exhumar la colección contra Ernesto Zedillo y los niños callejeros haciendo maromas con la máscara de Carlos Salinas de Gortari.
Befa, escarnio, mofa y puya coleccionan los presidentes de México y ante esas “tundizas”, como decía de su propio caso Vicente Fox, reaccionan con displicencia pública y enojo privado, pero todos lo entienden como parte del ejercicio del poder, así esas insistentes censuras e injurias más allá de la crítica, provengan de los enemigos políticos, como le sucedió a Enrique Peña con la Casa Blanca de su esposa o la visita de Donald Trump o las acusaciones industrializadas por los hechos de Iguala.
—¿Serán superadas las cataratas de detritos de entonces sobre la cabeza de Felipe Calderón por los memes y tuites de ahora?
No lo se, deberíamos patentar el “insultómetro” sexenal así como alguna vez tuvimos el “aplausómetro”, antes de los tiempos de bots y cuentas fantasma de seguidores incondicionales.
Pero como sea, nunca se había visto, ni entre los más coléricos presidentes o quienes hicieron del escarnio una broma de la cual reírse, alguien capaz de ponerle valor y precio a la crítica en su contra como ha hecho el actual presidente de México.
“…Ahora que se vayan preparando porque estoy buscando la manera de que cooperen, porque el atacarme es para ellos una empresa lucrativa.
“¿Cuánto les dan para atacarme? Ganan por eso, entonces deberían de cooperar en algo.
“Que sigan atacando, pero que de lo que les pagan —porque es prensa vendida o alquilada— que ayuden en algo; o sea, si son, ya no un millón, pero 500 mil, que aporten 50 mil para una causa justa y ya con eso mantienen su permiso, su licencia para seguirme atacando…”
El diezmo del pago mercenario (el IVA es de 16%), no le quita la inmoralidad al ataque ni eleva a quien recibe la agresión pero ahora con beneficios económicos a favor de “causas justas”. Tampoco anula el señalamiento.
Es darle valor crematístico a esa indefinible aureola llamada “la investidura presidencial”.
José López Portillo, previsor y arúspice del cinismo como componente nacional, se quejaba de los medios y les regateaba el patrocinio publicitario.
—“No pago para que me peguen”.
Hoy la inmortal frase de aquel cínico, ha sido mejorada:
—“Págame para que me pegues”.
Esta declaración presidencial merece un análisis a la luz de la política fiscal. ¿Cómo contabilizar los dineros habidos fuera de toda norma, listado, cuenta bancaria o documento gravable? ¿Habrá una ventanilla especial en el SAT o se deposita directo en el Banco del Bienestar?
Mejor deberían seguir golpeando las finanzas del narco.
Pretender lo otro es suponer una incursión en el mundo clandestino de la dádiva y el embute. Pero si esos pagos son inmorales, también lo vendría siendo su reparto. En fin.
Durante los últimos 50 años he sido testigo y a veces muy cercano, de la extraña relación entre los medios de comunicación y el poder político. También de los otros poderes.
Equilibrios fantasiosos en ocasiones, precarios y casi siempre divergentes, frágiles, inestables, en los cuales inciden los intereses legítimos y los ilegítimos de ambas partes (quizá estos superiores a aquellos), y he comprendido la inevitable simbiosis entre ambos mundos: la información real, la simulada; la libre y la gacetilla; la propaganda, la persuasión encubierta, la prédica, el discurso, la arenga, como herramientas del poder y los medios para divulgarlos como vehículo insustituible del conocimiento público.
Aprendí desde hace muchos años a detectar la materia prima de la política: la mentira, el engaño, la promesa interminable y siempre e incumplida.
Supe también desde temprano, a través de frecuentes experiencias personales con los presidentes de México (de Díaz Ordaz para acá), cómo en el fondo todos son iguales.
Todos los gatos son pardos en la noche de la política, como los hombres.
Ninguno quita de su pecho el escudo de la patria. Es tan frecuente esa invocación como para convertirse en una verdad asumida y obsesiva cuya realidad terminan por creerse.
Y esos hombres siempre les achacan a sus críticos (todos los han tenido, de un tamaño o de otro), la incomprensión de sus afanes. El observador, el analista, el periodista jamás tiene buenas intenciones. Si las tuviera, comprendería sin mezquindad las bondades y el amor a la patria del político.
Por eso todos han tenido corifeos a modo; jilgueros para trinar la música celestial de sus hallazgos, de sus logros, de sus méritos. Y a ellos se les adjudican prendas negadas para otros. Quien señala o censura no tiene convicciones sólo tiene intereses espurios.
Para el político el periodista no tiene cerebro ni corazón ni voluntad; tiene una caja registradora. Es una pianola a la cual alguien le inserta un bobina perforada, un rollo de dictado. Sólo quien alaba y comprende los motivos de su alabanza es honesto y patriota. La crítica es expresión de interés; no de inteligencia.
Pero así como hay una simbiosis existencial entre la política y la información pública, también la hay en cuanto a la economía de los medios, en la cual se diluye con mucha frecuencia la frontera entre el difícilmente definible interés público (¿de cuál público?) y el interés político y la conveniencia de los órganos informativos.
Los medios de información lo son también (y para fines económicos, principalmente) de publicidad. Y en su aspecto más rentable, de propaganda.
Un periódico puede sobrevivir sin lectores, pero nunca lo hará sin anunciantes.
En esas condiciones el gobierno (hablo del caso mexicano), es el principal sostén de muchos medios. Sin las concesiones del Estado no pueden funcionar ni las televisoras ni las radiodifusoras. Sin la machacona insistencia de los mensajes del gobierno quedan pocos anunciantes con el suficiente dinero para sostener medios tan costosos en su instalación y operación.
Y con los periódicos sucede lo mismo.
En ese panorama se distinguen otros campos: la gratitud y la conveniencia. Nadie sueña con hacer el “Granma” en México. Y aun cuando algunos a veces lo parecen, tienen más éxito los “independientes”.
Hace muchos años, cuando el gobierno operaba “El Nacional” (en su origen órgano del Partido Nacional Revolucionario), el presidente le decía a su director, publícalo si quieres pero no se lo digas a nadie.
Los obsecuentes y dóciles; emasculados y por tanto estériles medios del Estado, operados por el gobierno (como Notimex, por ejemplo), siempre han estado en el fondo de la tabla de preferencias del público.
En esas condiciones aparece una nueva figura en la relación política: la licencia para atacar.
—¿De verdad el Señor Presidente estaba hablando en serio? Con cualquier respuesta aparece el pasmo.
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