La ordeña silenciosa
La metástasis de la corrupción a gran escala ha proliferado en el cuerpo social
En los últimos años México sacudió a la prensa internacional con imágenes de cuerpos colgados, cadáveres sin cabeza y sepulcros masivos; escenas que el mundo había creído haber dejado atrás, confinadas a las fotografías en blanco y negro procedentes de guerras terribles sufridas en décadas pasadas. Para escándalo y repulsa de todos, los cárteles de la droga exhumaron y actualizaron la barbarie en México hasta convertirla en una experiencia recurrente. 170.000 muertos después parecería que ya nada podría sorprendernos.
Sin embargo, no puedo quitarme de la cabeza un par de imágenes recientes, menos sangrientas pero igualmente inquietantes. Una docena de cadáveres dejó de provocarme insomnio hace tiempo, pero volvió a quitarme el sueño la fotografía de un tren saboteado por un centenar de pobladores, mujeres y niños incluidos. Y algo parecido había experimentado días antes con la noticia de un supermercado saqueado por los vecinos cuando el propietario se negó a pagar la extorsión de los matones del pueblo.
Estos dos últimos incidentes, el tren y el supermercado, me parece que constituyen un salto cualitativo en la degradación moral del tejido social y en la descomposición del Estado de derecho en México.
En los dos casos se trata de un involucramiento de comunidades completas en la violación de la ley ante el vacío de la autoridad y la corrupción endémica. No se trata de un caso aislado. Hay zonas del país en el que el descarrilamiento de trenes por parte de pobladores (azuzados por las bandas) se ha hecho endémico; el linchamiento de presuntos delincuentes y violadores una práctica recurrente; el cultivo masivo de mariguana y amapola una actividad socialmente justificada. Lo pudimos observar cuando la policía intentó combatir a los huachicoleros (saqueadores clandestinos de gasolinas y combustibles) y fueron arropados por comunidades aledañas a los ductos. No sólo se trataba de actos de complicidad; la comunidad entera formaba parte del saqueo, transporte, almacenamiento y venta de los energéticos robados. Una actividad que, ahora sabemos, ha escalado a niveles industriales y montos millonarios.
Parecería que muchas personas han decidido que si la ley no es respetada por los de arriba no hay razón para que los de abajo tengan que hacerlo. Si la clase política decidió que la cosa pública era «cosa nostra», hay comunidades que comenzaron a asumir que también podía ser de ellos. ¿Si los gobernadores se embolsan fortunas absurdas qué impide a un poblado saquear el almacén de un rico?; ¿si los que administran Pemex reciben sobornes de Odebrecht impunemente, por qué razón una comunidad habría de abstenerse de ordeñar un ducto petrolero?
Recuerdo la entrevista de un reportero de televisión a una maestra que marchaba en Oaxaca en protesta por la reforma educativa: ¿Considera correcto para nuestros niños que ustedes los maestros se pasen la plaza de padres a hijos sin importar la calidad de la enseñanza? La respuesta fue inapelable: ¿y por qué no, si los gobernadores hacen lo mismo con todos nosotros? El reportero, quien procedía de la Ciudad de México, tardó unos segundos en recordar que el apellido del mandatario local era el mismo que el de uno de sus predecesores.
Hay bolsones geográficos que han comenzado a interpretar sus propias normas de la misma manera que hay estamentos de la élite que durante años han operado con las suyas. Esta semanas nos enteramos de que Aurelio Nuño, en sus últimos dos años como secretario de Educación Pública, tenía autorizado por el Congreso un gasto en publicidad de 146 millones de pesos y erogó poco más de 3 mil millones en su afán de impulsar su candidatura a la presidencia. Y no fue el único. Todos los días la opinión pública constata esa perniciosa costumbre que tienen los gobernantes de convertir el patrimonio público en botín personal. Y, por desgracia, hay comunidades completas dispuestas a adoptar el mismo hábito.
La metástasis de la corrupción a gran escala ha proliferado en el cuerpo social. Combatirlo será una tarea compleja que entraña operar el tejido mismo de la sociedad. Pero me queda claro que, en efecto, nada podrá hacerse mientras la cabeza no cambie sus pautas de comportamiento. No hay diferencia entre robar de un ducto y robar de un presupuesto con dineros públicos; entre un soborno de Odebrecht a cambio de contratos inflados y saquear los anaqueles de una cadena de supermercados. ¿O sí?