La aristocracia financiera, titiriteros de la corrupción

¿Qué sucedió para que los gobernadores tuvieran acceso a cantidades tan exorbitantes y en condiciones tan opacas?

El verdadero ladrón no es el que roba, sino el que lo pone a robar. Detrás del saqueo sistemático y brutal que han realizado los gobernadores a todo lo largo y ancho del territorio en los últimos años, se encuentra el grupo de titiriteros que lo hizo posible: la aristocracia financiera. No es que los mandatarios sean hoy más corruptos que los de antes, es que ahora tienen una fuente enorme en la que pueden atascarse prácticamente sin medida.

Sólo para citar un caso, la justicia de Quintana Roo demanda al exgobernador Roberto Borge y a sus colaboradores por el desfalco de ¡11 mil millones de pesos! Una cantidad que equivaldría al presupuesto total del estado en otros sexenios.

Hace 15 años los mandatarios podían enriquecerse por la caja chica en las que podían meter mano, pero no superaban los 20 ó 30 millones de pesos; o de las “comisiones” por la entrega de obra pública. Pero la desviación del presupuesto a cuentas personales de cantidades superiores a los mil millones de pesos no podía hacerla ni siquiera un presidente en funciones (no por falta de ganas seguramente, sino por la visibilidad que tiene una partida federal de estas dimensiones).

¿Qué sucedió para que los gobernadores tuvieran acceso a cantidades tan exorbitantes y en condiciones tan opacas? Sucedió que la ingeniera financiera, amoral e irresponsable, abrió una caja de pandora de la corrupción. Como buenos políticos, los gobernadores podían decir “no quiero que me den, sino que me pongan donde hay”; pues bien, los Pedro Aspe, los Luis Videgaray y los José Antonio Meade los pusieron justo donde hay, y mucho. El caso de Humberto Moreira en Coahuila lo ilustra (2005-2011): recibió el Estado con una deuda de 323 millones de pesos; al terminar la había llevado a 35 mil millones.

No es de extrañar, entonces, el peso que esta aristocracia financiera fue adquiriendo en los últimos años. A mediados del actual sexenio se decía, y con razón, que Peña Nieto tenía cuatro asesores importantes: Videgaray, Videgaray, Videgaray y Videgaray (expresión de un alto dirigente del PRI según el Wall Street Journal). La trayectoria del canciller demuestra tal entronización. A finales de los 90, Pedro Aspe, secretario de Hacienda con Salinas, fundó Protego Asesores con un área especializada en finanzas públicas locales y cuyo producto estrella eran los esquemas para que los estados y los municipios pudieran acceder a mercados de crédito aun estando fuertemente endeudados. El joven Luis Videgaray, recién egresado de su doctorado en MIT, fue reclutado por Protego y en calidad de director de proyectos en 2002 estuvo a cargo de la asesoría que la empresa ofreció al Gobierno del Estado de México. Allí conoció a Peña Nieto, entonces secretario de Administración del Gobierno de Arturo Montiel. Desde ese momento se hicieron inseparables.

En 2011, Videgaray se convirtió en coordinador de la campaña presidencial de Peña Nieto (como si cupiera alguna duda de que las elecciones se ganan con dinero) y al arrancar el sexenio, en secretario de Hacienda y verdadero virrey de la administración. Los escándalos no permitieron que fuese el delfín para suceder a su jefe en Los Pinos seis años después (lo impidieron la invitación a Trump y la polémica sobre su residencia en Malinalco, entre otras cosas), pero su poder fue suficiente para asegurar que dos de sus cercanos, José Antonio Meade y Aurelio Nuño, fueran los finalistas (aún lo son).

Esta semana describí en una columna publicada en El País, la manera en que desde la Secretaría de Hacienda se prohijó la fábrica de sátrapas en que se convirtieron los gobernadores en los últimos años. Lo que tomamos como una descentralización del poder federal y un subproducto de la caída del presidencialismo, en realidad fue una estrategia muy sofisticada para enriquecer a las tesorerías de los estados y propiciar, desde ellas, transferencias ocultas al PRI nacional y a las campañas electorales de sus candidatos. A través del endeudamiento desmesurado, que contó con la complicidad de Hacienda, y las partidas del ramo 23 entregadas discrecionalmente por esta Secretaría a las entidades, se transformó a los gobernadores en multimillonarios a cambio de su lealtad y sus “apoyos a la causa”.

Detrás de la corrupción faraónica de los hoy perseguidos César Duarte (Chihuahua), Javier Duarte (Veracruz) y el mencionado Roberto Borge (Quintana Roo) se encuentra el desaseo irresponsable y cómplice de esta aristocracia financiera que hoy se limpia las manos.

En realidad hace mucho más que limpiarse las manos. Uno de sus más conspicuos representantes, José Antonio Meade, encabeza las pretensiones del PRI para mantenerse en el poder. Eso sí, ya no como los titiriteros que manejan al rey, sino como ocupantes directos del trono. Y lo hacen, paradójicamente, bajo el argumento sublime de que son los únicos miembros del sistema, los técnicos, los que no tienen cola que les pisen. La pregunta es ¿cuándo responderá esta aristocracia financiera por su responsabilidad en el estercolero en que se ha convertido la administración pública?

@jorgezepedap

www.jorgezepedap.net

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