El cementerio de los elefantes
Una imagen misteriosa y absolutamente legendaria, se extendió por todos los libros y consejas de aventuras africanas: el ignoto lugar donde los elefantes, bamboleantes y reumáticos, se marchaban a morir en caduca soledad.
Supuestamente en un vasto e ignorado sitio yacen miles de paquidermos muertos a lo largo del tiempo, quienes en mortuorio paso fueron cubiertos por el cieno con todo y la riqueza de sus inservibles colmillos de marfil.
La bromosa condición del elefante nos hace considerarlo a veces como el símbolo de lo inútil y lo estorboso. Por eso en la administración pública se ha extendido el término, “elefante blanco” para designar cosas inservibles.
Y ahora, con el resultado de la consulta, el aeropuerto de Texcoco ha pasado de ser un posible elefante blanco, a un elefante muerto en el enorme charco seco (oxímoron) del vaso de Texcoco, cuyas 5 mil hectáreas serán dedicadas a quien sabe cuál propósito, pero de seguro no será ninguno importante, como no lo ha sido (al menos en esa porción) en los últimos 200 años por lo menos.
Y Santa Lucía se convertirá, quizá, en el primer elefante blanco del sexenio inicial de la Cuarta Transformación.
La soberana decisión del intuitivo pueblo (sabio y bueno) estuvo impulsada con base en un tema económico: de 178 mil millones de pesos para el proyecto completo, se alzó hasta los 285 mil millones de pesos, para la primera fase.
Pero de la construcción de Santa Lucía no se sabe nada.
No hay proyecto, no hay cálculos financieros, no hay vías de acceso, no hay transporte, no hay servicios conexos, no hay depósitos de gas avión, no hay nada. Sólo están los ojos del buen cubero y la ambición desmesurada de José María Rioboo.
Eso significa nada más una cosa: esperar años y años para cuando todo cueste más caro y los dólares (se lo firmo) valgan más de veinte pesos.
A fin de cuentas el caldo costará más y no valdrá tanto como las albóndigas.
El propósito del ahorro no se va a cumplir. Y eso sólo el tiempo lo podrá comprobar. Y en cuanto a los daños ecológicos, pues estos se van a trasladar, con toda su demagogia pueblerina, a Tecámac. ¿O allá no hay ecología en riesgo, ni provendrán los materiales de construcción de las mismas minas basálticas o de tepetate, defendidas por América del Valle y sus tribus?
Pero más allá del asunto consultivo, con el cual se refuerza nuestro anhelo democrático participativo, la opinión expresada por la gente nos ha regalado una pieza mayor en nuestro cementerio de elefantes: la obra condenada a muerte del aeropuerto diseñado por Norman Foster, cuyo destino me recuerda el nombre de una pulquería en Santa Anita: “El triunfo del capricho”.
Dejar las cosas a medias o no terminarlas nunca es un asunto inherente a la estupidez mexicana (esto no es un oxímoron, es una redundancia).
No el balde le rendimos homenaje cotidiano al aborto monumental, cuando vamos al Zócalo de la ciudad de México donde debería haber una gran columna victoriosa para la cuál no alcanzó la voluntad. No tenemos un zapato, pero tenemos la suela. El ferrocarril a Acapulco se murió en Cuernavaca porque los pobladores de los agrestes pueblos guerrerenses no permitieron el paso de la vía. Los barcos de cemento se hundieron en Veracruz y nadie prosiguió con el experimento.
En el segundo piso de la Ciudad de México (hecho por Rioboo, por cierto y coordinado por Claudia Sheinbaum); hay tramos en el aire, como uno ya célebre en el cruce con Las Flores y Las Águilas y otro en Río Becerra.
Pedro Ramírez Vásquez proyectó el Palacio Legislativo con ambas cámaras juntas (Diputados y Senadores), en San Lázaro pero los celos dejaron la obra mutilada, como manco se quedó el sistema de desahogo hidráulico del Tajo de Nochistongo, de los tiempos virreinales a la reciente entrega de la fase de hoy del Emisor Oriente.
Porfirio Díaz iba a construir el gran edificio del Congreso pero se tropezó con una Revolución. El esqueleto y la cúpula llena de pájaros en la actual colonia Tabacalera, ni fueron continuados para su fin original (¿cómo?) pero tampoco demolidos. Se decidió forrarlos con piedra chiluca y hacer un gran elefante mineral, de cuyas patas ahora cuelga un vergajo de vidrio, proporcionado por el gobierno de Marcelo Ebrard.
Pero en este país algunas cosas se arruinan antes de ser terminadas, y en ese catálogo de cosas inútiles se quedarán los cimientos del abortado aeropuerto y el trazo delicado de una “X” sugerida en “las curvas de su edificio principal, su enhiesta torre de control como faro ciego en medio del mar del abandono, impávido ante la fracasada espera de los aviones imposibles.
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