El fraude patriótico, un fraude
“Cabe preguntarse si el esperpento de presidencialismo que sobrevive hoy en día tiene capacidad real para operar un fraude”.
Considero que José Antonio Meade es un hombre decente. Un hombre decente que, todo indica, está dispuesto a hacer indecencias impensables en nombre de la decencia. El candidato del gobierno a las elecciones presidenciales del 1 de julio, rezagado a un distante tercer lugar tendría nulas posibilidades de triunfo en una democracia electoral y, no obstante, sigue convencido de que será el ganador en las próximas elecciones.
Su esperanza está nutrida por la convicción absoluta de que Andrés Manuel López Obrador, el candidato de la izquierda y quien le aventaja por 30 puntos en las encuestas, simple y llanamente no debe ser presidente del país. Lo que comenzó como un argumento descalificador típico de una campaña electoral (Obrador es un peligro para México) ha terminado por convertirse en artículo de fe, incluso si los votos dicen lo contrario. No pocos piensan como Meade.
Hace algunos años escuché a un empresario tapatío decir “entre mi obispo y la verdad, me quedo con mi obispo”. Hay muchas señales de que en círculos cercanos a la presidencia han terminado por recurrir a un sofisma similar: entre la democracia y mi amor por México, optó por mi amor por México. O en otras palabras, han comenzado a convencerse de la necesidad de un fraude patriótico. Y una vez convencidos de que López Obrador va a hacer en México lo que Chávez y Maduro hicieron en Venezuela, no hay objeciones morales para cometer las infamias que sean necesarias con tal de “salvar a la Patria”.
No obstante, y por fortuna, el destino del país no depende exclusivamente de los dilemas morales de los priistas y sus aliados (jodidos estaríamos). Cabe preguntarse si el esperpento de presidencialismo que sobrevive hoy en día tiene capacidad real para operar un fraude. Probablemente sí, si estuviéramos frente a la posibilidad de un empate técnico virtual entre dos contendientes. Pero la enorme desventaja con la que llega el candidato oficial a estos comicios, convertiría a su victoria en un escándalo inverosímil dentro y fuera del país, y en términos políticos equivaldría en la práctica a un intento de golpe de Estado.
Y digo un intento, porque las posibilidades de instrumentar con éxito un fraude en esas condiciones son peregrinas. Me parecen exagerados los alcances que solemos atribuir al priismo y sus malas artes; y no por que les falten ganas o les sobren convicciones, sino por incapacidad. Hace unos meses, en las elecciones del Estado de México se llevaron la victoria con un margen estrecho. Más aún, la candidata de Morena obtuvo más votos que el abanderado del PRI, y si ganó este último solo se debió al hecho de que algunos votos de los partidos satélites alcanzaron a duras penas a darle la vuelta a la sumatoria final. La precariedad de su victoria, en ese que es el terruño del priismo y pese a contar con el control absoluto de los medios de comunicación, de autoridades electorales y del poder legislativo y judicial locales, revela los límites de la operación política frente a un votante adverso. No sirvió que todo el aparato de Estado federal se volcara en estas elecciones, tampoco la compra de votos que hoy nos asusta, ni las ingentes derramas de dinero en campañas asistenciales que inundaron al territorio toluqueño. El priista Alfredo del Mazo llegó a la elección con 31% de la intención de voto contra 32% de su rival, según las encuestas: un empate virtual. Terminó ganando con 33% gracias al apoyo de partidos pequeños, alguno de los cuales hoy apoya a López Obrador. Querían un triunfo arrollador, pero solo consiguieron una victoria de panzazo. ¿Qué podrían hacer ahora los operadores de la presidencia en la totalidad del territorio nacional que no pudieron hacer en su bastión hace unos meses? Si en su propio laboratorio apenas pudieron añadir dos puntos porcentuales a su gallo, ¿cómo harán para insuflar 30 puntos a su candidato presidencial en la jornada electoral? ¿Cómo inventar 15 millones de votos donde no los hay y sin que el país lo advierta?
En suma, buena parte de la élite del país puede estar convencida de la necesidad de un fraude patriótico o equivalente con tal de impedir el arribo de López Obrador. El problema para ellos es que no están en condiciones de producirlo. La idea del fraude patriótico es, en sí mismo, un fraude. O, parafraseando al propio López Obrador, podrán soltar al tigre, pero no hay manera de que puedan seguir siendo dueños del circo.