EL FIN DE LA UTOPÍA

La idea de que los humanos estamos condenados al progreso imparable es reciente: más de 3,500 años de historia documentada lo demuestran; el ‘progreso? es una concepción nacida del debate (la “Querella”) entre pensadores clásicos y “Modernos”, la convicción de que la ciencia, la técnica, el universalismo y la proyección de lo “humano” como conjunto de valores igualitarios y benéficos para todos, se fue instalando como credo en tiempos recientes y además, como un regalo “de Europa para el mundo”.
Antes, la estabilidad, la inmovilidad y la creencia determinista en voluntades superiores, controladoras de todo y de todos, constituían el “destino”; la gente solía aceptar el estado de cosas como la voluntad cumplida de los dioses, por ejemplo, a través del derecho divino de los reyes, la condición sacra e intocable del poder ejercido por las minorías. La promesa de un mejor estadio y la compensación del sufrimiento terreno en la vida eterna eran formas de consuelo, esperanza, aceptación y hasta resignación. Pero La Ilustración, la Revolución Francesa y la convicción profundamente revolucionaria de que la felicidad debería ser asequible a todos, sin excepciones, hicieron que el siglo XVIII se convirtiera, precisamente, en el “Siglo de las Luces” y su secuela de prosperidad sin límites.
Innovar, investigar, racionalizar, expandir horizontes y dar pasos de costado respecto de las ideas hegemónicas previas, particularmente las “verdades reveladas”, se convirtieron en leitmotiv en todos los ámbitos, produciendo cambios inimaginables en la organización social y en el papel que tocaba a los individuos bajo la convicción de la bonanza y la mejora constante, aquí y ahora.

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