Ser en la muerte
Crónicas Ausentes.
A propósito de la grandeza mexicana.
Lenin Torres Antonio
Al hablar de política siempre hay un plus de significantes que no se dice, y que dicen más de lo que se habla. Un plus de significantes que van en sentido contrario de nuestro discurso racional, imposibilitando coherencia y exactitud en los asuntos de la objetividad colectiva de la naturaleza humana, si esto es posible.
El sujeto construye en su intimidad los asuntos de la rex publica, pretendiendo siempre hacer interdicción en el discurso del otro para hacer posible su demanda individual e investir y lograr el goce de completud momentánea, aunque sea a nivel semántico, el cual resulta perverso en un asunto que entraña el concepto de lo colectivo y lo social.
En un diálogo de sordos así ocurre y se construye los asuntos de la comunidad y la polís, y de toda institución colectiva, religión, Estado, familia, etc.; una comunicación donde siempre se pretende ser emisor, y la escucha queda pospuesta a un tiempo posterior, como simple promesa, o visión de futuro, es ahí donde se entrelaza la realidad con lo imaginario y lo personalmente deseado.
No podemos circunscribir la nueva lectura de la naturaleza humana desde una perspectiva topológica, pensando que esto es evolución y desarrollo social y humano, por lo que esta fatalidad es de unos y de otros no lo es, ¡no!, todos los asentamientos colectivos humanos terminan por ordenarse y configurarse desde esa interdicción que no es propio de una operación de pensamientos colectivo, por lo que no debe sorprendernos que la enfermedad yoica se endémica e incurable, incluso aun cuando se ponga en peligro la pervivencia de la especie humana, sólo así podemos explicarnos cómo aún ante lo evidente del comportamiento entrópico de la humanidad no podemos detenerlo, y cómo la realidad del hombre es su incesante lucha pasional y desmedida, en contra de su imagen romántica racionalista y ética.
Esa enfermedad yoica, el narciso que habita en nosotros enmudeciéndonos, utilizando nuestros cuerpos para esclavizar, nuestra lengua para construir sus paraísos privados colectivos, una enfermedad que ha hecho que el diálogo sea en realidad un monólogo sonoro y estridente.
También llamada la enfermedad del poder, que aun reconociendo que habita en nosotros, hace algún tiempo pudimos domesticarla y hacerla cómplice de la construcción de éste mundo humano, el mundo de los amamantados, donde el otro, el congénere sí importaba y era protegido, un comienzo in-olvidable e idílico como el paraíso de Adán y Eva, donde comenzamos a llorar por la muerte del otro, a arrullarlo al nacer, a tranquilizarlo del trauma del nacimiento, de esa impronta de ruidos, colores, voces, y sabores que asustaban ese pequeño cuerpo sin palabra (in-fante), nacido prematuramente, con débiles sentidos, con una infancia prolongada, y un aprendizaje largo para hacerse con sí mismo, y juntos entre iguales poder ir resolviendo desde esa indefensión, y con la ayuda de un cerebro grande, los obstáculos que representaba sobrevivir en un principio, y posteriormente, el vivir en sociedad.
Debió haber un momento en que dejamos de hablarnos, y comenzamos la lucha porque nuestro hablar fuera el único hablar, quizás esa fundación tenía que tener dos momentos, uno, el tiempo de la colectividad y el otro, y el otro, el tiempo de lo singular y uno mismo. Aun cargando en nuestra genética la autodestrucción, de hacer convivir el principio de realidad y placer con el todo poderoso principio de muerte en un mismos tiempos y espacio, el destino no podría ser otro más que vivir con esa contradicción y terminar siempre arrastrados por Dionisio, por la embriaguez de la primera experiencia de completud que nos ha disparado en esa búsqueda de ser en la muerte.
Pero aún así seguimos insistiendo y querer cambiar nuestro consabido destino, y planteamos formulas repetidas de por vida y sabidas de cómo hacer posible la permanencia de los elementos indispensable para la cohesión social, y preservar nuestra vanagloriosa condición de racional y comunitarios.
México vive un momento de ensoñaciones y deseos, quizás porque la pulsión de muerte nos atesora y petrifica, y se hace más patente, quizás porque estamos transitando con los mismos actores a lugares que quisiéramos fueran otros, el de la libertad y la tranquilidad de estar con los demás sin temer que se vuelva una relación mortífera, el de la confianza y la displicencia de inmiscuirnos en la responsabilidad de saber que esos asuntos también son de todos, y que dejar a una sola lengua que hablase nos ha dejado sin palabras y en peligro, aunque seguimos pensando y sintiendo que con una sola acción (el votar) es suficiente.
Pienso que en ese no percatarse, en eso de dejar que otra gran lengua hable por nosotros esta el verdadero peligro de nuestro fracaso como sociedad débil, y nuestra esperanza de ser fuerte. La locura tiene que compartirse en los hechos, el deseo tiene que traducirse en acción comunitaria, y que el único futuro con certeza positiva está en esa locura de dos, donde no hay posibilidad que sea sólo de uno.
Los tiempos tardo modernos o posmodernos, siempre han exigido nuevas letras, o cuando menos, el reacomodo o cambio de perspectivas con las mismas letras de mientras surjan los nuevos genios esquizofrénicos de esa masa inmolada de neuróticos que son el lugar común.
Por eso no sobra el recordar lo que ha constituido el punto de nacimiento de esa locura de dos, el marco simbólico que hoy pareciera que se colapsa irremediablemente, y en ese recordar retardar el tiempo de la destrucción final, el regreso a la inanimado, al vientre materno.
Ochenta y tanto años de la “dictadura perfecta” en México, y como telón de fondo un siglo del “espejismo democrático”, no han podido sacar lo mejor de la tercera raza cósmica, el parto ha sido lento y traumático, y su desarrollo enfermizo y débil, por lo que sentarnos al diván es urgente y necesario para descubrir nuestra grandeza, nuestra identidad mesiánica y paradigmática, la mexicanidad (el mestizaje), nuestro punto de apoyo.
Pero esa grandeza pospuesta corre el peligro de nunca ser si no somos capaces de aprovechar este momento de transición, que implica visión antropológica, filosófica, topológica y demográfica, y coherencia humanística de todos los actores que pueden contribuir en esa construcción de la grandeza de mexicanidad.
Noviembre de 2018