TLC: no llores hoy lo que no…
En el llano
Desde que se firmó hace 25 años, el Tratado de Libre Comercio (TLC) entre México, Canadá y los Estados Unidos de América significó un ambicioso acuerdo (con visión de mediano y largo plazo), entre grandes consorcios. Inclusive (como lo señalaron desde entonces los expertos, se trató de un arreglo entre los monopolios y empresarios de la globalización.
Fuera del TLC quedaron los intereses de ejidatarios, indígenas comuneros y los genéricamente llamados parvifundistas, productores agrícolas en pequeño agrupados en las llamadas sociedades de solidaridad social (con ironía perversa, en la ley correspondiente señalaron beneficios a las “personas que tengan derecho al trabajo”), para cuya constitución el genio legislador del partido en el poder puso en su momento requisitos típicos del autoritarismo burocrático controlador:
- Permiso de la Secretaría de Relaciones Exteriores.
- Mínimo de 15 socios.
- En asamblea general levantar por quintuplicado actas con los nombres de quienes integran los comités ejecutivos, de vigilancia y de admisión de socios así como el texto de las bases constitutivas.
- Autorización previa del Ejecutivo Federal (por supuesto), a través de la Secretaría de la Reforma Agraria –Registro Agrario Nacional– (industrias rurales), o de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social.
- Inscripción del acta y estatutos ante las dependencias del ramo.
El caso es que las condicionantes de este larguísimo etcétera de burocracia ramplona, estuvieron dirigidas exclusivamente a mantener el control político del gobierno y del partido en el poder sobre los pequeños productores agrícolas a cambio de migajas. O, como lo presume y resume hoy en sus spots el candidato oficial del gobierno y del PRI a la presidencia de la república: fueron “los logros de Sedesol”… con recursos del erario público.
En suma, el diseño de los acuerdos del TLC siempre estuvo dirigido a los grandes productores agrícolas. Y el campo mexicano, punto neurálgico de nuestra economía, resintió los efectos. El gobierno nunca supo (o nunca quiso) convertir al minifundio, al ejido, al predio comunal, en fuente exitosa de producción. Los grandes proyectos, las inversiones multimillonarias en puertos y comunicaciones, siempre se hicieron (y se hacen) para servicio del gran capital.
La economía y la sociedad mexicana fueron inscritas en el mundo global del neoliberalismo, subordinadas a la economía de los grandes consorcios estadounidenses que hoy, acaudillados por un acaudalado empresario extraído de sus filas, nos cobra la factura.
Y aun así seguimos en lo mismo. Pensando a lo grande: grandes aeropuertos, grandes terminales marítimas, grandes autopistas… a distancia de jornaleros, ejidatarios, comuneros o pequeños propietarios. Se trata de 20 millones de seres humanos entre los millones de miserables de México.
En 25 años de vigencia del TLC, el campo mexicano ha sido el sector más golpeado por el intercambio comercial entre los tres países firmantes del TLC.
México solo produce entre 35 y 40 por ciento de sus alimentos y el resto lo importa; los señalamientos autorizados internacionalmente indican que la autosuficiencia se da cuando un país produce alrededor del 70 por ciento de sus alimentos.
El TLC significó hace 25 años el retiro de apoyos y subsidios a los productos agrícolas nacionales. Los precios cayeron de 40 al 70 por ciento. Las mejores tierras fueron acaparadas por consorcios, y en poco tiempo los principales productos agrícolas estuvieron en manos extranjeras.
Cientos de miles de campesinos mexicanos están convertidos hoy en dreamers
¿Qué hacer para despertarlos del sueño americano? ¿Devolverlos a la trágica realidad que los expulsó?
Ante la renegociación (inconclusa aún) del TLC, no lloremos hoy lo que no supimos o quisimos defender ayer.