La divisa de la honestidad
Siempre que es época de contiendas electorales se pone a debate la convergencia entre prácticas políticas y principios morales. Y ello sucede, amén de que hoy por hoy, las alusiones o compromiso de profundizar el combate a la corrupción y la impunidad están en todos los discursos, porque la sociedad en general está decepcionada y cansada de tantas noticias que involucran escándalos de las figuras públicas. Y hablar de estos temas nos lleva invariablemente a referirnos a la vinculación entre ética y política y al deseo de la colectividad de construir una sociedad más justa, en el mismo sentido en el que, desde la antigüedad, Platón y Aristóteles destacaron el importante papel que debe jugar la justicia para la vida en sociedad. La ética desemboca en la política y se subordina a ella, en la medida en que la voluntad individual ha de subordinarse a las voluntades de toda una comunidad. El problema no es que la política deba o no seguir o abandonar la moral común, o bien que valgan excepciones para ella, o que tenga una moral específica. La respuesta era, desde los tiempos de los grandes filósofos de la antigüedad, y sigue siendo, que la política es moral, que la política es ética en sí misma. No es una actividad que teniendo determinadas exigencias prácticas deba además ser ética, sino que ella misma es una parte de la ética.
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