Democracias narcisistas

Viñeta:  RAQUEL MARÍN.

ANTONIO CAÑO

Los partidos políticos son frecuentemente el blanco preferido de las iras de los ciudadanos. En ocasiones con toda razón, los partidos son ferozmente criticados por su ineficacia, su mediocridad, su corrupción y su sectarismo. Se alude a la partitocracia como la degeneración de la democracia por el excesivo poder de los partidos, y muchos países, entre ellos España, han celebrado el debilitamiento o la desaparición de los partidos tradicionales y el fin del bipartidismo. Las consecuencias, sin embargo, no son siempre las deseadas.

En democracias muy consolidadas, como Francia o Italia, los partidos clásicos han sido barridos y sustituidos por personalidades políticas. Otras democracias fuertemente marcadas por el prolongado dominio de determinados partidos, como México o Brasil, están hoy gobernadas por dos figuras que no obedecen a la disciplina de ningún partido y que han acumulado poder para hacer cualquier cosa. Argentina tiene al único presidente de su historia que no pertenece a ninguno de los partidos tradicionales, aunque allí el peronismo mantiene su peso y puede regresar.

Ucrania ha elegido recientemente como presidente a un famoso actor de la televisión sin militancia política. Rodrigo Duterte en Filipinas tiene tal control sobre su partido que ahora piensa en que su hija sea nombrada su sucesora. Lo mismo hace Daniel Ortega en Nicaragua, donde se ha apoderado del Frente Sandinista y ahora lo controla todo de la mano de su mujer. El nuevo presidente de El Salvador fue expulsado del FMLN y fundó su propio partido solo seis meses antes de su victoria electoral.

Gobiernos personalistas casi en régimen de partido único se extienden por Hungría y Turquía. Polonia está gobernada por un partido hecho a la medida y a las órdenes de su líder indiscutible, Jaroslaw Kaczynski, que actúa hoy como un poder en la sombra. El partido de Putin es eso, el partido de Putin.

Incluso en los países en los que los partidos tradicionales resisten, lo hacen malamente, con escasas excepciones, como Alemania, Canadá o Australia. En el Reino Unido, la división que el Brexit ha provocado en el Partido Conservador puede acabar teniendo consecuencias desastrosas para su futuro. Las expectativas de una victoria han aplacado por ahora las tensiones en el Partido Laborista, pero va a ser muy difícil que salga incólume del exótico liderazgo de Jeremy Corbyn.

EE UU vive la apoteosis del presidencialismo personalista, lo que Charles M. Blow llama “la presidencia imperial”. “Trump puede perfectamente convertirse en el primer rey americano, sin ley ni control, por defecto, por una total parálisis política”, advierte.

De todos los daños que Trump ha causado ya a la sociedad norteamericana el mayor por ahora es la anulación del Partido Republicano, que se ha convertido en una maquinaria sectaria que actúa en cada momento a las órdenes del presidente, respaldando las decisiones más injustificables, como su negativa a hacer pública su declaración de impuestos o el veto a la investigación del informe Mueller.

Daniel Ortega, en Nicaragua, se ha apoderado del Frente Sandinista y ahora lo controla todo de la mano de su mujer

Michael Gerson es uno de los muchos que ha denunciado esta situación y ha descrito a Trump en The Washington Post como un narcisista patológico: “Con su cabeza vacía de cualquier credo o convicción, la lealtad a su persona es su principal, tal vez la única, prueba de apoyo”.

El celebrado fin del bipartidismo en España ha conducido a más partidos, pero no necesariamente más representativos ni más democráticos. Los dos nuevos partidos con más peso sufren un personalismo mucho mayor del que nunca habían padecido ninguno de los partidos tradicionales. Uno de ellos, Podemos, tiene incluso como número dos a la pareja sentimental del número uno.

Pero lo más grave es que también los dos partidos tradicionales se han diluido tras sus nuevos liderazgos y han perdido capacidad de hacer política. La situación es más confusa en el PP, donde Pablo Casado no se ha consolidado todavía al frente. Pero es más evidente en el Partido Socialista, donde Pedro Sánchez goza de mayor y más indiscutido poder que ninguno de sus antecesores, incluido Felipe González, quien durante toda su gestión tuvo que convivir con otros dirigentes de mucho peso y fuertes debates internos.

No es algo que ningún socialista vaya a reconocer en público, pero lo cierto es que la vida interna en ese partido prácticamente ha desaparecido y que el único movimiento que trasciende al exterior es el que afecta a la lealtad al secretario general y al destino de sus antiguos oponentes. No sabremos si el PSOE será más socialdemócrata o más socialista, más o menos nacionalista, hasta que su actual líder lo decida y lo comunique.

No es que los partidos fueran nunca las instituciones más democráticas. Los políticos siempre han aspirado por naturaleza a acaparar el poder y todo el poder posible. Pero aun así, siempre había espacio en los partidos para un debate de ideas que, de alguna u otra forma, se trasladaba a la gestión política. Este apogeo del liderazgo personalista, con tintes y proporciones desconocidas hasta ahora, nos sitúa ante riesgos nuevos y graves.

Utilizando el ejemplo de Trump, Gerson hace la siguiente reflexión: “Hace años planteé esta pregunta: ¿qué pasa si un narcisista que se cree el centro del universo llega precisamente al centro del universo? Ya estamos viendo lo que pasa. Todo el aparato de un partido político, incluyendo su rama legislativa, está ahora dedicado a la defensa de los salvajes deseos de un hombre”.

El mayor daño que ha causado Trump a la sociedad norteamericana es anular al Partido Republicano

Por supuesto, el narcisismo ha estado asociado a la profesión política desde mucho antes que Trump. En 2015, un destacado psiquiatra, Jerrold M. Post, publicó un libro titulado Narcissism and Politics en el que analiza meticulosamente ese fenómeno. “Creo que rasgos narcisistas están asociados con muchos de los comportamientos de líderes políticos, especialmente aquellos de conductas contradictorias que manifiestan un contraste entre las palabras y los hechos”, afirma en su prólogo.

El autor explica la necesidad de este libro en que, aunque el narcisismo fue muy obvio en el pasado en los casos de dictadores y caudillos relevantes, hoy está más extendido y es más peligroso porque encuentra una mejor acogida y una mayor justificación en una sociedad también más individualista y más narcisista. “Existe una creciente preocupación de que, en la generación de Facebook, el aprecio al ego y el narcisismo se está extendiendo en la sociedad: el índice Narcissistic Personality Iventory entre estudiantes universitarios ha crecido más del doble entre 2002 y 2007 que en todas las décadas entre 1982 y 2006”.

La autoestima y la autocomplacencia han sustituido a la discreción y el esfuerzo. Cualquier trivialidad personal —¡llevo un mes sin faltar al gimnasio!— se publica y se celebra como una proeza en un determinado entorno, lo que está generando una sociedad con una mínima capacidad de exigencia y rigor. Todo se perdona, se tolera o se olvida rápidamente, porque enseguida estamos pendientes de otra gesta próxima, anunciada en una foto que acabamos de ver en Instagram o en la última serie de televisión.

Terreno este abonado para el crecimiento de los mediocres, cuyo único peligro consiste en que ahora, con bastante frecuencia, tienen grandes aspiraciones.

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